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El arte de restregar la ropa

Una milenial tras María

Mis abuelos y sus compadres eran artistas en formas inigualables. Sabían cómo deshacerse de sus desperdicios humanos de la manera más salubre posible: digamos, más bien, que eran expertos despejando el letargo del calor tropical (entiéndase, la sal del cuerpo) con medio vaso de agua, y, entre otro trillón de pericias, como estupendos magos hacían desaparecer las manchas de café de la ropa. Sin lavadora.

Pero entonces surgí yo que, como descendiente de cualquiera, menos de mis abuelos y sus compadres (y como efecto revertido) no soy artista. Comparándome con ellos, de hecho, me pregunto en qué estuve perdiendo el tiempo. Es decir, si no tenía el don congénito, igual podía haberlo desarrollado a fuete, ¿no? ¿En qué pensaba, ahora me repito mirando las bragas flotando en la pileta, que no se me ocurrió aprender el arte de restregar la ropa?

En cualquier caso, ya no vale la pena machacarme demasiado por las destrezas que no me he molestado en desarrollar a mis veintitantos. Eso es lo que me digo, claro, pero la verdad es que solo me estoy repitiendo lo que dicta la teoría, porque ahí voy de nuevo: observo la bolsa del laundry (otra vez), y sopeso la idea (otra vez) de sobrevivir una semana más con las pocas ropas que me quedan. O las mismas que ya usé.

Pero no, no es posible. Van treinta días, me recuerdo; es el trópico y el calor (entiéndase, el sudor) deja evidencia suficiente en el cuerpo y por ende en sus coberturas. Sin cavilar más, y consolándome en los miles que deben estar igual que yo en estos momentos, me enfrento a mi primera pileta de agua de lluvia. Y a un pelo estoy de agarrar las bragas, de pincharla entre los puños y frotarla de arriba para abajo, cuando… ¿igual no mato a nadie si me permito un último lamento? Echo un vistazo a la lavadora que está muerta a mi izquierda, y no sé cuándo se me antojó tan deseable y necesaria. Casi como el aire al pulmón.

Pero ya me dejo de cuentos y empiezo a restregar. Y, oye, al poco tiempo me descubro empuñando mejor y pillando el ritmo. ¿Tal vez en el fondo sí lo traía innato? Empiezo el meneo de trasero y manos, y no pierdo oportunidad de invocar orgullosa a los abuelos y a sus compadres (todos ya fantasmas). Mírenme, pues, al parecer sí soy hija legítima.

Para cuando estoy restregando las últimas piezas de ropa, que pasó a ser mi acción favorita en la última hora y media, me advierto manoseándolas más de la cuenta. Ahora hasta me educo: no muy duro, tampoco tan suave, me repito. No se diga más: en esta nueva vida me saqué la gracia de restregadora.

Cuando ya creo que puedo dar por terminado porque he pasado hora y media amasando y frotando (y me late el pulgar y perdí dos uñas), miro el rincón de ropa lavada (o lo que sea que resultó del restriego), y me encuentro con dos camisas, tres bragas y un sostén. El total, seis trapos. Así es, toda la palabrería de hace dos segundos se fue con los Panchos, y ahora, yendose tan rápido como llegó, me importa un rábano la herencia, la epifanía y mis abuelos y sus compadres. Hago la invocación nuevamente y les juro que con esos seis trapos sobreviviré una semana más, aunque se me hayan quedado los pantalones.

Y a este son voy un mes después de que María dejara claro que reescribiría la historia. La mía y la de algunos miles que tampoco tenían idea de lo mucho que pesa una camiseta cuando se moja. Al final de esa tarde, sin embargo, luego de reflexionar, me doy cuenta de que la lavadera a fuerza de puños es lo menos que me sorprende de estos días. Lo que en realidad me vuela el cerebro, pienso mientras miro la ropa interior que cuelga del tendedero araña, es que si alguien me hubiese contado que tendría tiempo y ganas de sentarme a echar flores a la letrina, a los lavados de gato y a las otras maestrías de mis abuelos y sus compadres, igual y las carcajadas me habrían dejado bizca.

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